Dossier no 17 Instituto Tricontinental de Investigación Social junio de 2019
Venezuela en el centro de la ofensiva imperial
El 29 de abril pasado el intento de generar un levantamiento militar que diera un golpe de estado contra el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela fracasó. Casi dos meses antes, bajo la justificación del ingreso de ayuda humanitaria, la tentativa de forzar los pasos fronterizos venezolanos, particularmente desde la ciudad colombiana de Cúcuta, con la posibilidad de habilitar una intervención militar extranjera también naufragó. Entre uno y otro hecho, el gobierno estadounidense de Donald Trump profundizó el cerco económico, financiero y militar, acentuando incluso el bloqueo sobre Cuba, la apropiación de activos venezolanos en el exterior y las amenazas del uso de la fuerza. Asimismo, se promovieron desde la oposición protestas y movilizaciones aunque sin la significación de otros momentos.
Venezuela y el proceso bolivariano se han convertido hoy en terreno de una batalla central de la ofensiva neoliberal e imperial que se descarga sobre Nuestra América desde 2015 e incluso, en la perspectiva más larga, desde el golpe de estado en Honduras de 2009. Un renovado intervencionismo estadounidense que ha transformado las disputas sobre el presente y futuro venezolanos en uno de los centros de la confrontación geopolítica global amenazando con abrir en la región un escenario de guerra y destrucción que ha asolado ya a otros pueblos de Asia y África en las últimas décadas.
Estas amenazas coronan la variedad de repertorios de intervención utilizados por el gobierno estadounidense, sus aliados y el poder económico sobre el pueblo venezolano en los últimos años y, en la historia más larga, desde el golpe de estado fallido de 2002 (Stedile, 2019).
Formas de injerencia imperial que algunos autores caracterizaron como “guerras híbridas”, una combinación de guerra no convencional con la insurgencia de actores de la sociedad civil, como por ejemplo las llamadas “revoluciones de colores”, que abarcan así fuerzas estatales y una variedad de actores no estatales (Korybko, 2019). Estos modos de injerencia fueron analizados también como la aplicación de una “doctrina de dominación de espectro completo”; es decir, que opera sobre el conjunto de los ámbitos de la vida social y, particularmente, sobre el dominio de los cuerpos, los corazones y las mentes de la población; consideradas como “guerras asimétricas” o “guerras difusas”, lo que implica la intervención y control del todas las esferas de la reproducción y la organización de la vida en una guerra que no es declarada, no reconoce fronteras, se difunde por todo el cuerpo social (Ceceña, 2013) y que también son llamadas “guerras de quinta generación” (Boron, 2019).
Este dossier del Instituto Tricontinental de Investigación Social reflexiona sobre las distintas dimensiones de esta guerra híbrida que se descarga sobre Venezuela y las razones que la animan, y también sobre otras experiencias latinoamericanas recientes donde se aplican o se han aplicado con anterioridad tácticas similares con el objetivo de aportar al debate sobre las modos de dominación que acompañan a la ofensiva neoliberal e imperial actual en Nuestra América.
La naturaleza de la ofensiva neoliberal y las guerras por el control de los bienes comunes de la naturaleza
La crisis capitalista abierta en 2008 mostró la creciente debilidad del proyecto hegemónico estadounidense. Una hegemonía que comenzó a ser cuestionada hace varias décadas, pero cuyo retroceso se torna evidente en el último decenio. En este contexto, una serie de países llamados emergentes, sobre todo en Asia Oriental, se fueron transformando poco a poco en un nuevo eje de la acumulación global de capital. Entre ellos, China aparece como aquél capaz de poner en jaque la hegemonía de los EE.UU. a través de proyectos tales como la llamada “Nueva Ruta de la Seda” o su creciente presencia económica en África y América Latina (Merino y Trivi, 2019).
Ante esta situación, una de las salidas que instrumentó el capital y el imperialismo estadounidense fue el despliegue de una nueva ofensiva neoliberal global, con el objetivo de reforzar un patrón de acumulación predatorio y profundizar la financiarización y trasnacionalización de la economía. Este nuevo ciclo neoliberal se expresa hoy en la intensificación de la voracidad que asume la apropiación de los bienes comunes de la naturaleza sobre los que se intensifican las disputas por su control entre las potencias globales. Así, existe hoy a nivel internacional una competencia exasperada por los territorios y bienes naturales, que explica el por qué de tantos conflictos bélicos, de las guerras convencionales y no convencionales.
En este sentido, es posible percibir cómo estas guerras se despliegan, por ejemplo, en los territorios ricos en petróleo, como muestra el mapa realizado por Ana Esther Ceceña que presentamos a continuación. El mismo mapa que en el 2000 “delimitó el área de atención prioritaria del Pentágono, según Thomas Barnett, profesor de la Escuela de Guerra Naval de Estados Unidos” (Ceceña y Barrios Rodriguez, 2017). Así, las zonas de guerra de las últimas décadas siguen la ruta del petróleo.
Por lo dicho, para EE.UU. el dominio sobre estas áreas tiene un rol central como contratendencia a su crisis de hegemonía mundial ante el bloque de países que puede disputar o cuestionar ese lugar de potencia global (Rusia, China, Irán, Corea del Norte y los grupos no estatales). La región de América Latina y el Caribe, considerada por la geopolítica estadounidense como su “patio trasero”, su “zona natural de influencia”, rica en bienes comunes de la naturaleza, ocupa un lugar central en estas disputas. Vale recordar sobre ello el peso que tienen las importaciones estadounidenses de ciertos minerales extraídos en Nuestra América. Así América Latina y el Caribe proveía, según datos del 2010, el 93% del estroncio, el 66% del litio, el 61% de la fluorita, el 59% de la plata, el 56% del renio, el 54% del estaño y el 44% de la platina a EE.UU. (Brukman, 2011). Por otra parte, el control de la producción de la energía, el petróleo, los minerales, el agua, la tierra, la biodiversidad y el aire, proporciona un beneficio extraordinario para las inversiones en la región del capital estadounidense y extranjero en general.
En la búsqueda de controlar estos bienes naturales, la nueva estrategia utilizada por los Estados Unidos, además de las guerras convencionales, han sido la de las guerras híbridas o guerras difusas que ya mencionamos y que se orientaron a explotar las debilidades y límites políticos, militares y económicos de aquellos gobiernos de la región considerados hostiles y apoyar y fomentar así a las fuerzas de oposición. Estas intervenciones buscaron asegurar no sólo el control de estos bienes comunes sino también la de sus mercados, de las rutas comerciales más importantes (terrestres, fluviales, marítimas), de las redes de transporte de estos bienes (oleoductos, mineraloductos, gasoductos), de la generación y provisión de energía, y hasta de la población de estos territorios, en función de los intereses del capital.
Ciertamente, la Amazonia se encuentra entre uno de los más importantes territorios a nivel regional y global donde se concentran esos bienes naturales. Una región única en biodiversidad y diversidad cultural y social con pueblos y culturas milenarias con conocimientos valiosos sobre la utilización de plantas, animales, de la creación y de formas de vida distintas. Una región fundamental para la hegemonía de Estados Unidos en el continente que además tiene un papel en la integración sudamericana siendo que su superficie se extiende por nueve países de la región. En ese sentido, la Amazonia es un territorio donde opera esta ofensiva neoliberal actual sobre los bienes comunes de la naturaleza que se descarga sobre toda la región, como los analizamos en el dossier N° 14 (ITIS, 2019).
Venezuela comprende parte de la región amazónica, pero resulta hoy una pieza clave de esta ofensiva imperial, particularmente, por las inmensas reservas hidrocarburíferas ubicadas en su territorio que la colocan en una posición estratégica en América Latina. Recordemos que este país cuenta con las mayores reservas petroleras a nivel mundial sobre las conocidas al día de hoy, superando incluso a las de Arabia Saudita, aunque no necesariamente todas son de igual calidad. Y si bien se están desarrollando otras fuentes de energía, el petróleo sigue y seguirá siendo por un tiempo el “oro negro” vital para la producción económica y la industria militar y en lo inmediato su escasez no hará más que exasperar la disputa por el control de las reservas disponibles. Por otra parte, debido a su proximidad geográfica y, en virtud de ello, la posibilidad de ahorro de recursos en transporte hacia los Estados Unidos, cabe para Venezuela la misma frase que suele utilizarse para México: “tan lejos de Dios, pero tan cerca de los Estados Unidos”. En este sentido, el control de sus riquezas y territorios resulta de enorme relevancia estratégica para los EE.UU.
Sobre ello es indicativo que, a partir del momento en que el presidente Hugo Chávez y el pueblo venezolano buscaron retomar el control de la explotación petrolera y otros bienes naturales en favor del desarrollo de su propio país, los conflictos comenzaron. Recordemos que el golpe de estado fallido del 2002 se inscribió en la reacción del poder económico a las nuevas leyes sobre hidrocarburos y tierras dictadas por el gobierno y que el proceso de luchas que se abrió luego del fracaso del golpe implicó, entre otras cuestiones, vencer un lockout petrolero que supuso transformar los modos de gestión de la empresa estatal PDVSA.
Ciertamente, para los Estados Unidos el objetivo es recuperar a Venezuela como su espacio privilegiado para la producción petrolera incluso hoy con el objetivo de garantizar la explotación del mismo con las propias compañías petroleras norteamericanas, en especial Exxon y Chevron. Por contrapartida, la opción venezolana sigue siendo la explotación por PDVSA, la empresa petrolera estatal que cumplió un papel importante en garantizar los procesos de redistribución del ingreso impulsados por los gobiernos bolivarianos. Frente al bloqueo y el cerco económico y financiero estadounidense de los últimos años, el gobierno venezolano avanzó en una política de búsqueda de canales alternativos y mayores acuerdos comerciales y financieros con otros países. En esta dirección promovió la comercialización del petróleo a través de la criptomoneda “Petro” e incluso en bolívares, intentando abandonar el dólar en sus transacciones; iniciativa que forma parte de un proceso más general. Otros países como Rusia, Irán y China también han avanzado en ese sentido, incluso la Unión Europea empieza a considerar comercializar el gas con Rusia en euros. Por otra parte, Venezuela también avanzó con la diversificación de los compradores de las exportaciones petroleras venezolanas y con nuevos acuerdos financieros y comerciales. En virtud del embargo económico estadounidense, por ejemplo, China se convirtió gradualmente en el mayor acreedor de Venezuela, y en 2018, el gobierno venezolano logró un préstamo importante de 5.000 millones de dólares. Así también parte del paquete accionario de la compañía CITGO propiedad de PDVSA fue traspasado a la empresa rusa Rosneft como contrapartida de otro préstamo. En este sentido, la política de agresión y presiones llevada adelante por los gobiernos estadounidenses y particularmente el cerco y bloqueo económico y financiero – que incluyó en el último tiempo la expropiación de activos venezolanos en el exterior e incluso de su parte en CITGO – no sólo golpea al pueblo venezolano como examinaremos en el punto siguiente sino que intensifica la centralidad que cobra el proceso en Venezuela en las disputas geopolíticas globales y las urgencias de la multipolaridad y las alternativas. En este sentido, el petróleo no es el único bien natural en el territorio venezolano que forma parte de estas disputas; Venezuela cuenta con importantes yacimientos de oro, pero existen también reservas de níquel, hierro, diamantes y otros, todos de interés de China, Rusia y también, por supuesto, de los Estados Unidos y Canadá, este último también parte impulsora del llamado “Grupo de Lima”.
La guerra económica contra el pueblo venezolano como parte de la guerra híbrida
Como hemos dicho, la característica que adopta la dinámica de la guerra híbrida que el imperio promueve para derrocar gobiernos que no le son afines, es multidimensional. Por tanto, la dimensión económica resulta clave para generar la situación de descontento que da lugar luego a la fase de “guerra de guerrillas”, según señala Korybko (2019) del estudio de los documentos de entrenamiento de las Fuerzas Especiales para la Guerra No Convencional del ejército de los Estados Unidos.
Sin duda, conocemos una larga historia de intervenciones del imperio en función de asfixiar económicamente a la población de los países no alineados, responsabilizando a los propios gobiernos de esta situación. Desde el bloqueo a Cuba en octubre de 1960 que se consolidó en 1996 bajo la presidencia de Bill Clinton cuando fue aprobada la famosa ley Helms-Burton, pasando por las operaciones de sabotaje y desabastecimiento al gobierno de Salvador Allende en 1973 y las hiperinflaciones que recorrieron Latinoamérica entre los ´80 y los ’90 que fueron el puntapié inicial para la aplicación del Consenso de Washington, las intervenciones económicas imperiales fueron una constante. Las operaciones sobre la República Bolivariana comenzaron ya bajo el gobierno de Hugo Chávez y fueron increscendo desde allí hacia un mayor control de las inversiones extranjeras, promoviendo la fuga de capitales y la especulación La guerra económica contra el pueblo venezolano como parte de la guerra híbrida 15 sobre la moneda, instrumentando nuevas trabas comerciales e impulsando el desabastecimiento programado; todas ellas son las formas concretas de intervención del imperio en este plano (CELAG, 2019).
Esta estrategia que comenzó en 2012, tuvo en 2017 un vuelco hacia mayores grados de beligerancia y agresividad contra el pueblo. Estos objetivos de la guerra económica fueron explicitados por el propio Jefe del Comando Sur de los EE.UU., Kurt Kidd, en el conocido texto titulado “Golpe Maestro”:
“Incrementar la inestabilidad interna a niveles críticos, intensificando la descapitalización del país, la fuga de capital extranjero y el deterioro de la moneda nacional, mediante la aplicación de nuevas medidas inflacionarias que incrementen ese deterioro…obstruir las importaciones y al mismo tiempo desmotivar a los posibles inversores foráneos” (Kurt Tidd, Citado en Curcio, 2018: 27.)
Podemos sintetizar las múltiples herramientas de la intervención económica del imperio alrededor de tres dimensiones: la dimensión productiva-distributiva, la dimensión comercial y la dimensión financiera (Curcio, 2018).
Sobre la primera, partimos de una situación conocida: los países de Nuestra América tienen una estructura productiva orientada, sobre todo, a la exportación de bienes primarios. Venezuela no es la excepción y el peso de la producción petrolera en las posibilidades de crecimiento económico, es insoslayable.
En el resto de los bienes, mayormente los que consume el pueblo, la producción nacional ha mejorado sensiblemente desde que el chavismo gobierna Venezuela, pero continúa siendo insuficiente para abastecer la demanda popular. Por tanto, un porcentaje muy importante de los bienes de consumo masivos son importados y las empresas importadoras son las que han controlado históricamente la oferta (Vielma, 2018). Esta situación es el trasfondo de una forma muy concreta de la guerra económica: la hiperinflación. La gran burguesía que controla los alimentos es la que presiona al alza de precios, principalmente por dos vías: desabastecimiento de productos básicos y especulación con la moneda. De acuerdo a varios intelectuales estos dos elementos son la clave de la explicación política de la hiperinflación, es decir, la expresión mayor de la guerra económica. Luego de 2017, en promedio los precios aumentaron más de 2% diariamente, con picos en 2018 y principios de 2019. Esto se explica, como plantea la investigadora Pasqualina Curcio (2018) en más de un 90% porque los grandes proveedores de alimentos remarcan los precios en base a la cotización del dólar paralelo que publica Dólar Today (Misión Verdad, 2016) y, al mismo tiempo, retienen los alimentos que tienen precios regulados y no los colocan en las góndolas, dando como resultado una escasez inducida. Por lo cual, ninguna de las explicaciones estándar de la inflación pueden aplicarse para el caso venezolano, y es hoy la estrategia central para generar descontento, caos y desesperación en el pueblo. Como es sabido por experiencias de otros países de Nuestra América, la hiperinflación y la recesión inducida por el poder económico son una forma feroz de disciplinamiento del pueblo trabajador y los gobiernos populares. La contracara de esta situación es el contrabando y el comercio ilegal, en el cual participan buena parte de los propios promotores locales de la inestabilidad económica, que a su vez provocan la disminución de las importaciones oficiales para vender luego en el mercado negro a precios no regulados y exorbitantes.
Por último, pero no menos importante, nos encontramos con la dimensión financiera. En este punto, la ofensiva del gran capital y el imperialismo ha sido de una agresividad inédita en relación a otros procesos populares. Desde 2015 y con mayor intensidad desde 2017, Estados Unidos impidió las operaciones financieras de Venezuela como Estado soberano (emisión de deuda e instrumentos financieros). No sólo impide transar bonos del Estados en los mercados financieros, sino que prohíbe también a PDVSA la emisión de instrumentos para lograr financiamiento en dólares en diferentes mercados. Esto se desarrolló aún más al punto de congelar la movilidad de fondos de la empresa CITGO – empresa dependiente de PDVSA que opera en Estados Unidos –, retención de las reservas de oro – valuadas en 550 millones dólares – que se encontraban depositadas en el Banco de Inglaterra, negativa de las organizaciones financieras internacionales a realizar transacciones desde o hacia Venezuela, acciones judiciales extranjeras que intentan confiscar activos públicos del Estado venezolano, entre otras medidas. Concretamente, desde que asumió Donald Trump el gobierno de Estados Unidos, firmó cuatro decretos de peso: a.– La Orden Ejecutiva Nro 13827, de marzo de 2018 contra la cripto-moneda Petro (que intentaba resolver el problema cambiario, Teruggi, 2018), La Orden Ejecutiva Nro 13835, de mayo de 2018 contra las cuentas por cobrar y otras operaciones de Venezuela, La Orden Ejecutiva Nro 13850, de noviembre de 2018, contra las operaciones de comercialización del oro de Venezuela, La Orden Ejecutiva Nro 13857, de enero de 2019, que establece el bloqueo – congelamiento de los activos de CITGO (PDVSA) en EEUU.
El complejo escenario que atraviesa por estos días la Patria Bolivariana nos pone en blanco sobre negro que la estrategia del imperialismo, como parte de las guerras híbridas, no puede evadir el plano económico. Sin duda la conjunción de hiperinflación y escasez inducidas, limitaciones a la obtención de dólares comerciales y bloqueo financiero, no hace más tensionar hacia una crisis asfixiante al pueblo venezolano.
Tal como afirmó un vocero del Departamento de Estado de los EE.UU. en conferencia de prensa en 2008 la economía venezolana es un terreno de la intervención imperial en su formato de guerra híbrida:
“La campaña de presión contra Venezuela está funcionando. Las sanciones financieras que hemos impuesto (…) han obligado al Gobierno a comenzar a caer en default, tanto en la deuda soberana como en la deuda de PDVSA, su compañía petrolera. Y lo que estamos viendo (…) es un colapso económico total en Venezuela”, (Resumen Latinoamericano, 2018)
En el mismo sentido, eñ gobierno de Trump impuso nuevas medidas contra Cuba que implican demandar en tribunales estadounidenses a empresas extranjeras que operan en la isla acusadas de utilizar ilegalmente bienes que fueron en su momento expropiados por la revolucion a familias cubano ahora residentes en los EE.UU. Estas medidas, están tomadas en función del disciplinamiento económico de toda Nuestra América y en particular de los proceso de cambio más radicales, a los designios de la política estadounidense.
Violencia y militarización de la vida social. El neoliberalismo de guerra y la experiencia de Colombia.
La promoción de un escenario de violencia y caos en Venezuela ha sido una estrategia repetida en los intentos de desestabilización institucional y construcción de las condiciones que habiliten incluso una intervención externa, un golpe de estado o una fractura institucional. Del ciclo de las guarimbas y los crímenes de odio, a la incitación de los saqueos y los asesinatos selectivos, hasta la promoción de Venezuela como el país más violento de América Latina o el sabotaje al servicio eléctrico, se impulsó en los medios internacionales y en la sociedad la inseguridad y un incremento de la violencia en los lazos sociales, incluso bajo el estímulo de la acción de grupos paraestatales y de la represión estatal.
En un sentido más general, diferentes estudiosos han señalado cuanto la implementación de las transformaciones neoliberales que supone un proceso de polarización y crisis social exige toda una serie de tácticas y tecnologías de shock para imponer y gobernar esa crisis que incluye la emergencia de las mafias, la violencia y la imposición de un situación caos e inseguridad en la población. En Nuestra América reciente estos procesos de difusión de la violencia social, de militarización de las relaciones sociales y potenciación de un estado punitivo y de excepción como caras complementarias de la misma moneda tienen una historia larga; particularmente alrededor de lo que fue llamado “neoliberalismo de guerra” en referencia a la forma que adoptaron en diferentes países latinoamericanos los intentos de continuidad de las políticas neoliberales en el marco de la crisis que cuestionó su hegemonía en los principios de los años 2000 y que recurrió a la recreación de un consenso en base a la seguridad (González Casanova, 2013, Seoane, 2016). Entre estas experiencias puede mencionarse lo sucedido en Colombia, particularmente bajo el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) tristemente conocido por los llamados “falsos positivos” en referencia al asesinato de varios miles de civiles por parte del ejército haciéndolos pasar por guerrilleros abatidos en combate.
Ciertamente, en el caso de Colombia, estos procesos se inscriben en el marco de un escenario de guerra más largo cuyos inicios se registran en 1964, aunque algunos estudios demuestran que es continuación de la guerra bipartista ocurrida en la primera mitad del siglo XX (Moncayo, 2015). En ese devenir violento, se constituyó una clase social que ostenta el poder con varios matices, no es homogénea, está conformada por comerciantes, terratenientes, y, de forma más reciente, por grupos enriquecidos con economías ilegales. Una clase oligárquica asociada con los EE.UU. Estos grupos dominantes impusieron el neoliberalismo y adecuaron la institucionalidad para sostenerse en el poder, con una democracia limitada y un Estado represor (González Casanova, 2013).
Una situación expresada en la militarización de la vida cotidiana, tanto en las zonas rurales como en las ciudades. Según datos de 23 la Red de Seguridad y Defensa de América Latina (RESDAL) en 2016 Colombia era el cuarto país en Latinoamérica, detrás de Brasil, Venezuela y México, en cantidad de efectivos de las Fuerzas Armadas y el primero si considerábamos sólo al Ejército, siendo el tercero en la escala demográfica. Eso quiere decir, que, en Colombia, por cada 220 habitantes hay un (1) miembro del ejército, mientras que hay un (1) médico por cada 543 habitantes (Prada y Salinas, 2016). Esta militarización es mayor en territorios de la periferia, donde se concentran las luchas campesinas, indígenas y afrocolombianas. Una periferia empobrecida por el modelo neoliberal, asediada por la acumulación primaria de capital, tanto del monocultivo (que incluye la coca), como de la minería y la ganadería extensiva, cuyos efectos son la concentración de la propiedad rural, el paramilitarismo y el desplazamiento forzado (Fajardo, 2005). En la región del Catatumbo, ubicada en la frontera norte con Venezuela, por ejemplo, están acantonados 9.200 miembros de las FF.AA. (sin sumar a la policía), en una región donde habitan 288.452 personas, lo que significa un (1) militar por cada 33 habitantes Una situación similar a la de los departamento de Arauca y la Guajira (fronterizos con Venezuela), Cauca, Chocó, Nariño (costa pacífica-suroccidente).
La alta militarización de estas zonas, y del país en general, no tiene resultados efectivos para lograr la tranquilidad o seguridad de las comunidades. Todo lo contrario. Los mapas de riesgo para líderes o lideresas sociales, – o políticos de oposición –, se ubican en los territorios con mayor concentración de militares, como lo demuestra el trabajo de la Fundación Indepaz que relevó y geo-referenció el asesinato de estos liderazgos, llegando a la conclusión de que los municipios más violentos para la sociedad organizada son los de la región del Catatumbo, Cauca y Arauca (2019).
En el lapso recorrido desde la firma del acuerdo de paz (suscrito por el Estado colombiano y las FARC en noviembre 2016) hasta abril de 2019, se registraron 596 asesinatos de líderes sociales, de los cuales 265 se han perpetrado en 119 municipios (de 1.101) con una alta concentración en las zonas más militarizadas (Indepaz, 2019). Es evidente que la paz no fue motivo de desmilitarización. La clara disminución de la confrontación armada, y el fin del desafío político de la mayor insurgencia del país no fue acompañada por un proyecto de paz completa que incluyera a la guerrilla del ELN, ni se modificaron las condiciones de acumulación capitalista, antes descritas, que son la fuente del conflicto armado interno: la concentración de la propiedad y la financiarización de la tierra.
Por el contrario, el gobierno de los EE. UU., en cabeza del presidente Donald Trump, incrementó su retórica sobre la política antidrogas, un viejo argumento para la injerencia en Colombia y la región, que desde los años 90 ha funcionado para mantener cerca de dos mil marines en territorio colombiano, en calidad de asesores, y constreñido al país para mantener la llamada “guerra contra las drogas y la lucha contra el crimen transnacional”, cuyos efectos en Colombia han sido nefastos para las comunidades (Vega Cantor, 2015).
En las ciudades la militarización está encabezada por la Policía Nacional – más la presencia de militares en algunas zonas. Cuentan con una nueva especialidad en la agenda de la “securitización”: la ciberseguridad; una faceta de la represión que combina un nuevo territorio operacional tecnológico con actividades de control social, gentrificación y segmentación de datos biométricos (Policía Nacional, 2018). Una novedad real, pero eclipsada por la historia de militarización de la policía y el control social. Desde los años 60, en el primer gobierno conservador del Frente Nacional (1962), la Policía Nacional, desarrolla actividades militares y no civiles (Vargas, 2006).
El control social de esa manera trasciende el orden del control físico y territorial que desarrollan los efectivos de las FF.AA. incluyendo la Policía Nacional. La ciberseguridad que están desarrollando es la fase superior de las estrategias de securitización ligadas a las llamadas operaciones sicológicas, que en las ciudades del país ha sido aplicada a fondo (Escobar, 2009). Una militarización sicológica, de control de las subjetividades, también desarrollada desde el gobierno de Álvaro Uribe con la creación de redes de ciudadanos cooperantes articuladas en los planes contrainsurgentes, militares y judiciales, utilizados durante el desarrollo del Plan Colombia y la política de Seguridad Democrática, destinada a derrotar las luchas sociales y populares contrarias al neoliberalismo.
Con ese despliegue militar represivo, apoyado e instigado desde los EE. UU., las clases dominantes han logrado mantener un control social neoliberal. Mientras que los asesinatos de líderes o lideresas sociopolíticas son la expresión de una democracia limitada o restringida; una guerra híbrida se desarrolla a gran escala, la que, sin embargo, no logró apaciguar las luchas sociales y populares, pues siguen siendo el principal activo ciudadano para buscar un cambio en el poder establecido. La militarización mantiene al país en la penumbra. Una larga noche que el movimiento social alumbra con sus luchas y desafía con llegar al alba de una nueva Colombia.
La ayuda humanitaria y las nuevas formas de gobierno neocolonial. La experiencia de Haití.
Parte de la estrategia intervencionista en Venezuela se ha basado en el señalamiento de la existencia de una crisis humanitaria en ese país vinculada a la escasez de alimentos, medicinas y energía y cuya responsabilidad se adjudica al gobierno bolivariano. Con la construcción de ese escenario de emergencia se pretende justificar la intervención extranjera bajo la forma de ayuda humanitaria. En relación con estas amenazas de intervención mucho se ha hablado de la emulación del modelo sirio o libio y de las tentativas de adaptarlos a la realidad caribeña, pero poco o nada se ha analizado el carácter precursor del “modelo haitiano” en este terreno, central para comprender los fundamentos y consecuencias tanto de la “ayuda humanitaria” como de las “intervenciones multilaterales” en la estrategia del capital y del imperio.
En este sentido, en el caso haitiano, la ayuda internacional ha sido canalizada por una legión de organizaciones no gubernamentales ligadas a la Comisión Europea o a la estadounidense USAID. Con un número significativo de ONG – que algunos estiman en cerca de 10.000 – que disponen de un presupuesto cercano al PBI del país y mayor del empleado por el propio Estado en las políticas sociales, este diagrama no sólo fragmenta la oferta de servicios públicos e inhibe aún más el deficitario accionar estatal, sino que también supone una privatización y transnacionalización de funciones asignadas habitualmente al Estado-nación. Así, los graves dilemas sociales y políticos que afronta el pueblo haitiano son descompuestos por el accionar voluntarioso de las ONG es una serie microscópica de pequeños problemas, que son enfrentados por pequeños actores, con pequeños recursos, en pequeñas comunidades. ¿El resultado de ello? Grandes (y secretamente deseados) fracasos.
En esta dirección, según Portella (2015) las ONG “han alimentado una cultura mercantil, egoísta y con resultados incapaces de promover cambios estructurales en el país”. Pero quizás el hecho más grave sea el impacto de las ONG en la subjetividad de las clases y las organizaciones populares, dado que fomentan una intensa competencia por la captación de recursos, difunden concepciones y teorías desmovilizadoras oriundas de los países centrales y paralizan las luchas que, por la reapropiación de recursos, interpelan al estado y a las clases dominantes.
El problema, claro, no es la ayuda humanitaria en sí, sino su aplicación selectiva y su carácter encubridor de las modalidades dominantes de la intervención imperialista en el siglo XXI. La gran coartada de la ayuda humanitaria es una profecía autocumplida que inventa, recrea o exagera a los absurdo problemas que más que estar en el origen de las intervenciones internacionales, son sus consecuencias posibles y esperables. En esta dirección, las operaciones masivas de ayuda humanitaria, organizadas y ejecutadas por los Estados Unidos o la Unión Europea, constituyen una de las formas más sofisticadas y eficaces de penetración imperial en las naciones del sur global, recubiertas de un halo de legitimidad que es tan difícil como urgente desmontar. La adecuación de dicha ayuda a las estrategias de recolonización comienza por deshumanizar al país y a las poblaciones receptoras, al entenderlas incapaces, por razones puramente internas (sean históricas, culturales, políticas, y hasta raciales), de gestionar por sí mismas los aspectos más elementales de su existencia, aunque sean las mismas fuerzas remitentes de la ayuda humanitaria las que hayan producido históricamente dichas imposibilidades.
El derecho de tutela siempre ha sido un punto cardinal de las concepciones “blandas” de la política neocolonial. El colonizador que huyó expulsado y derrotado por la puerta grande de las batallas político-militares o político-electorales, entra, vía derecho de tutela, por la ventana de los intereses espurios y coartadas increíbles: la lucha contra el narcotráfico, los servicios impagos de deuda externa, las prerrogativas de la inversión extranjera directa e indirecta, o a través de la pretendida ayuda humanitaria.
Otro elemento fundamental que constituye el telón de fondo de las operaciones de ayuda humanitaria, son las teorías que giran en torno a conceptos como los de “estado débil”, “estado frágil” o “estado fallido” (Corten, 2013), aplicados indistintamente a Somalia, Siria o Haití. Pero no hay tales “estados fallidos” sino impedidos en su conformación y desgarrados por las disputas inter-imperiales.
Entre sostener la inestabilidad de un “estado fallido” o de un país sumido en una “crisis humanitaria” y definirlo como una amenaza para la seguridad internacional, hay un pequeño paso fácil de transitar. En 2015 el presidente estadounidense Obama firmó una orden ejecutiva que declaraba la emergencia nacional frente a la amenaza “inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional causada por la situación en Venezuela. La orden implicaba una nueva escalada en el cerco económico y militar sobre ese país. Aún más ridículo suena que a Haití todavía se le aplica el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas que lo considera un peligro para la paz internacional, por lo que se reconoce al Consejo de Seguridad de la ONU como la última autoridad en el país. En este sentido, este país ha vivido la intervención de tres misiones de paz internacionales; en particular, la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (MINUSTAH) entre 2004 y 2017 conformada mayoritariamente por militares latinoamericanos y bajo dirección formal de generales brasileños, y la Misión de las Naciones Unidas de Apoyo a la Justicia en Haití (MINUJUSTH) desde 2017 hasta la actualidad (Louis-Juste, 2009).
En particular, la MINUSTAH significó un ensayo de la llamada proxy war (Korybko, 2019) o “guerra subsidiaria” en nuestro continente, es decir de una guerra de control poblacional urbana tercerizada, marcando el camino de lo que los Estados Unidos quiere generar en la actualidad involucrando a Colombia y Brasil en la agresión a Venezuela. Tal como sucedió con la composición multilateral y latinoamericana de la MINUSTAH, esto volvería más económica la apertura de un frente caribeño, cuando aún los Estados Unidos no se han retirado del todo de su pantano medio-oriental. Asimismo, la MINUSTAH ha servido para preparar a los militares latinoamericanos en las tareas de la nueva doctrina de seguridad nacional vinculada con las nuevas amenazas sociales y difusas.
Por otra parte, el papel de estas misiones internacionales significa un control transnacional del brazo coercitivo del Estado, de una soberanía ejercida a control remoto y asentada en la política represiva de fuerzas militares multilaterales. El resultado de estos procesos genera, de hecho, soberanías múltiples, contradictorias y yuxtapuestas, por la que el control del país pasa a ser disputado y compartido por bandas criminales, cárteles de la droga, ONG, iglesias neopentecostales, oligarquías regionales, fuerzas paramilitares o misiones de ocupación internacional. Si bien la aportación relativa de cada actor a la gestión de lo común será diferente en cada país así como el papel específico reservado al viejo Estado-nación; para el caso haitiano, éste no alcanza a cubrir ni siquiera las elementales funciones represivas y de control territorial que, según las teorías clásicas constituían su fundamento. En esta dirección, la política imperial refuncionaliza las estructuras de gobierno y sus agentes hacia una soberanía blanda, porosa y atravesada o controlada por actores transnacionales que facilita la tutela imperial y habilita la rápida movilidad que el capital necesita en su etapa financiarizada.
La legitimación virtual: el papel de las corporaciones mediáticas y las redes sociales.
La doctrina estadounidense de “dominación de espectro completo” nace de la reflexión que hace el Pentágono sobre las causas de la derrota en Vietnam y de la caída del muro de Berlín. Esta evaluación afirma que lo que garantizó la victoria de las fuerzas vietnamitas fueron sus capacidades en el terreno de la cultura y la resistencia de los pueblos y ciertamente no la tecnología militar de la que disponían.
La conclusión entonces afirma que la dominación en el terreno económico, comercial, diplomático y militar no es suficiente; es necesario considerar la intervención en el complejo de la organización de la vida y, por lo tanto, buscar controlar las emociones y las reacciones de los pueblos. La propia producción de subjetividad se convierte así en blanco de la guerra. Y en un mundo en que la organización del trabajo en el proceso productivo está mutando bajo la precarización y el desempleo, los medios de la sociabilidad se modifican. No quiere decir que los grandes medios de comunicación no tengan ya más importancia; pero, ciertamente en este contexto, la subjetivación social se construye también a través de otras instituciones que se desdoblan y operan en pequeños espacios comunitarios donde la llamada también “guerra de quinta generación” actúa: religiones, sectas, masonerías, además de la propia familia.
La cuestión central del ejercicio de la hegemonía en nuestras sociedades pasó así a ser la de eliminar las propias vulnerabilidades y la búsqueda de la capacidad total de control sobre los oponentes. Si la hegemonía supone una universalización de visión de mundo, se trata entonces de convencernos de que la forma de organización hegemónica es la única manera de entender la organización de la vida y la reproducción material del planeta. En esto reside la dominación de espectro completo: dominar corazones, mentes y cuerpos. La necesidad de ejercer una dominación que controle todas las dimensiones de la vida de las personas: las emociones, el lenguaje, la cultura, los valores; los modo de gustar, sentir, desear, de entender los paradigma de belleza, por una parte; y, por la otra, también las dimensiones de la supervivencia material, del mercado, la producción y el consumo; sobre cómo el pueblo se alimenta, cuida su salud, incluso, controlar las dimensiones de la reproducción social y biológica.
Finalmente, la dominación de espectro completo se refiere también a la dimensión de las armas; pero la importancia de las dimensiones anteriores indica que la guerra se gana en parte antes de ir al campo de batalla.
Las intervenciones sobre todas estas dimensiones ciertamente ya existían, pero con la doctrina de dominación de espectro completo, pasan a operar de forma articulada. En esta perspectiva, un país hegemónico no se impone sólo por la vía militar, sino también por la capacidad de imponer su visión del mundo. Esto ocurre a través de la industria cultural, que combinada con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (YouTube, Netflix, redes sociales) presenta y construye una forma de vivir.
En Venezuela en particular estas operaciones estuvieron basadas en los intentos de cambios en la subjetividad a través de las múltiples formas mediatizadas de intervención sobre el sentido común, por un lado, y en la construcción de un cerco informativo internacional de la mano de las grandes cadenas, por otro. Es así que la formación de opinión pública de derecha, la guerra cultural interna, se retroalimenta de la construcción de opinión pública mundial.
Ciertamente, a priori nunca son bien vistas a nivel mundial las intervenciones directas de un país sobre otro; por eso, estas intervenciones requieren la creación de condiciones propicias, así como la construcción de escenarios que validen la intervención. Para ello, además de la guerra económicofinanciera, el desabastecimiento y las operaciones militares que ya analizamos, son imprescindibles la guerra psicológica, cultural y de comunicaciones, con el objetivo de criminalizar al gobierno popular a través de la manipulación de narrativas.
Sobre ello, Pepe Escobar (2016) analizando estos procesos en Brasil destaca que es esencial como primer paso influenciar a una clase media no comprometida para avanzar con los métodos de desestabilización política de un gobierno, operando sobre pequeños grupos de jóvenes en las redes sociales para que fomenten el descontento. En Brasil esto se presentó con toda claridad en la construcción de la narrativa de que Rousseff y Lula eran los políticos más corruptos del país, así como con el uso masivo de fake news durante las elecciones del 2018. En Venezuela, por su parte, las formas de fake news llegaron a extremos impensables: falsas denuncias de asesinatos de activistas de la oposición, datos económicos falsos, movilizaciones muy pobres presentadas como masivas, denuncia de edificios donde se tortura a opositores políticos, entre muchas otras maniobras de desinformación que operan sobre los sectores que tienen más acceso a redes sociales logrando que ciertas construcciones mediáticas tuvieran una importancia y una repercusión que no se condice con lo ocurrido realmente.
Una enorme diversidad de medios viene siendo empleada en estas campañas y se expande cada vez más. Además de las tradicionales grandes corporaciones mediáticas (televisivas, impresas o radiofónicas) que siempre actuaron en conjunto con las clases acomodadas venezolanas; Internet y la revolución en las comunicaciones ampliaron mucho estas herramientas. Las redes sociales y herramientas comunicacionales posibilitan el montaje y manipulación de enormes bancos de datos que recopilan, identifican y clasifican opiniones, sentimientos y deseos de la población. Así como estos aspectos subjetivos pueden ser reconocidos, también pueden ser intervenidos e inducidos, a través de tácticas de guerra psicológica. De esta forma, una gestión de las redes sociales y la comunicación social que surgió persiguiendo intereses comerciales, pasó a ser usada para forjar ideologías e impactar fuertemente la política venezolana de estos tiempos, de manera similar a lo que ocurre en otros países de América Latina.
La producción de informaciones parcialmente verdaderas o falsas (fake news), pero plausibles para quienes las reciben, es difundida por la combinación de los medios de comunicación (TV, radios y periódicos), medios digitales (Whatsapp, Facebook y Twitter) e instituciones con credibilidad, como Iglesias cristianas, ONG o institutos de investigación.
Este manejo intencional del flujo de la información tiene una estructura de organización en red de tres niveles, como observa Euclides Mance (2018). El primero es centralizado por un alto mando, que posee un amplio grupo de flujos de comunicación, recursos y grupos de interés internacionales, responsables de alimentar al segundo grupo de red, definido como descentralizado. Este segundo nivel alimenta de informaciones a grupos compartimentados del tercer nivel, divididos por grupos de preferencia, ciudades y regiones de cada país. De esta relación se pueden crear inmensas bases de datos por áreas de interés. Es en ese segundo nivel donde operan los robots o bots en base al uso de la inteligencia artificial, a partir de la segmentación producida de las informaciones recolectadas. Y por último, el tercer nivel, que se denomina de distribución, se realiza directamente de persona a persona, ya que en tanto se recibe una información que corresponde al deseo o interés propio, cada quien es motivado a replicarla autónomamente en su red de contactos. Esto aumenta su credibilidad, porque la gente tiende a dar crédito a la información proveniente de fuentes diferentes y próximas. Este proceso funciona como el virus que infecta el sistema, y lo hace extremadamente difícil de combatir, pues la eliminación de una fuente no impacta en el funcionamiento regular de las demás fuentes.
Más allá de estas operaciones mediáticas, lo que ocurre en la experiencia de vida del pueblo venezolano es diferente. Los titulares, las imágenes y noticias en general no tienen por el momento la incidencia que los golpistas desearían. Un ejemplo saliente fue el intento de Guaidó por presentar el 30 de abril como una movilización masiva del conjunto de la sociedad venezolana en respaldo a la acción militar que promovía su partido. No hubo reportes de movilización en otras zonas del país y en Caracas el número de personas movilizadas no alcanzó a las 5.000. Por el momento, internamente la estrategia de guerra mediática no ha tenido mayores resultados. Quizá la dimensión internacional de la batalla mediática –la construcción de un verdadero cerco publicitario con la participación de los consorcios empresariales globales – si ha tenido un efecto más claro en la difusión de una imagen a favor de la derecha venezolana y el imperialismo. Sin embargo, este plano está subordinado a la demás expresiones de la guerra híbrida que venimos analizando.
El cerco internacional y la amenaza de la intervención militar
El gobierno estadounidense ha repetido en los últimos meses respecto de Venezuela que todas las opciones están sobre la mesa, dejando abierta o sugiriendo la intervención militar directa; incluso a principios de mayo, en lo que puede ser parte de una campaña propagandística, trascendió la solicitud de Juan Guaidó al Comando Sur de los EE.UU. para iniciar conversaciones para su planificación. Ciertamente, EE.UU. tiene una dilatada historia de intervenciones o agresiones militares en Latinoamérica; desde la proclamación de la Doctrina Monroe y el conflicto militar con México en la primera mitad del siglo XIX. Recordemos, entre otras, las de Cuba, Panamá, Nicaragua, República Dominicana, Haití, Honduras, Guatemala y Granada, en la mayoría de estos casos en reiteradas ocasiones (Suárez Salazar, 2006) Sin embargo, de concretarse la amenaza sobre Venezuela sería la primera vez que esta lógica imperial se impondría en América del Sur.
Hasta el momento esta política parece tener más valor en el juego diplomático y como mecanismo de presión interna que como una estrategia militar efectivamente en curso; aunque los medios masivos de información se han encargado de desarrollar sobre ello una operación psicosocial de dimensión internacional con escasos precedentes. Aún en el plano diplomático, la iniciativa de EE.UU. para construir un bloque regional e internacional contra el gobierno bolivariano ha tenido límites, mayores incluso en el segundo caso. Existe un acuerdo entre algunos países latinoamericanos y caribeños de reconocer a Juan Guaidó, diputado de la Asamblea Nacional en desacato, como presidente interino. Complementariamente, gobiernos como el colombiano, el chileno, el brasilero y el de EE. UU. mantienen la actitud de impulsar un “asedio diplomático” permanente que se ha expresado también en los intentos de ataque a las sedes diplomáticas. Pero también ha quedado en claro la resistencia de estos países de verse comprometidos en una acción militar directa sobre Venezuela.
En esta dirección, la opción de generar un conflicto regional y una intervención multinacional con la participación de los Estados vecinos como Colombia, Guyana y Brasil enfrenta las dudas y resistencias esgrimidas por un sector de la clase dominante brasilera (en particular su burguesía autóctona) y de sus militares en relación a un conflicto militar de incierto resultado y que sirva para fortalecer la presencia estadounidense en la región, debilitando su posición geopolítica. Sin Brasil esta opción pierde fuerza, aunque la acción bifronte con Colombia y Guyana puede sostenerse como hipótesis siempre que la Cuarta Flota del Comando Sur sea quien dirija las maniobras del lado Atlántico ante la ausencia de unas FFAA preparadas para una ofensiva interestatal. Otra opción planteada sería la generación de un conflicto binacional con Colombia; una alternativa que cuenta con apoyo gubernamental aunque carece de solidez operacional, dado que éste país se ha pertrechado para combatir en escenarios irregulares ante un prolongado conflicto interno, no contando con medios militares suficientes para encarar un conflicto regular con otro Estado salvo que su participación sea simplemente servir de plataforma de despliegue para una ofensiva de EE. UU. Aunque también es cierto que la participación de militares de este país en ejercicios militares conjuntos y las reuniones con el Comando Sur se han intensificado en el último tiempo.
En este sentido, no siendo claro el papel que puedan jugar países vecinos en un esquema de “distribución del riesgo” ante las consecuencias devastadoras de un conflicto de este tipo, lo que parece mantenerse en última instancia es la vía de invasión estadounidense. Sin embargo, un escenario de intervención militar directa no suele ser la opción principal por los costos que este tipo de estrategia que incluye gastos logísticos de movilización, mantenimiento de tropas, empleo de medios, comando y comunicaciones, así mismo, los costos políticos devenidos de los efectos de la acción directa. Lo que demuestran las últimas intervenciones en las que ha participado EE. UU. es que los métodos que siguen implican muchas veces el uso de fuerzas indirectas, generalmente a través de operaciones encubiertas dirigidas por organizaciones locales o contratistas privados trasnacionales financiadas secretamente. En esta dirección, a principios de mayo la agencia de noticias Reuters informó de la existencia de una empresa de mercenarios continuadora de Blackwater, la misma que cometió decenas de asesinatos durante la guerra de Irak y con estrechos contactos con el gobierno de Trump, que anunciaba su disposición de preparar varios miles de militares latinos para operar en Venezuela. En similar sentido, en la tercera semana de mayo grupos de paramilitares colombianos fueron capturados en territorio venezolano sindicados de preparar acciones de desestabilización y violencia en un hecho que se reitera desde hace más de diez años.
Sin embargo, las dificultades de llevar adelante una intervención militar directa en Venezuela tienen que ver con los riesgos de un alto costo militar, de la continuidad de un enfrentamiento prolongado y desgastante en lo que ha sido llamado el “empantamiento del día después” y de los efectos regionales y geopolíticos globales que podría desencadenar.
En relación con los primeros señalamientos, tiene relación con una filosofía y práctica de defensa gestada, incluso, desde fines de los años 2000 bajo el gobierno de Chávez, y que bajo la unidad cívico-militar afirma la noción de defensa integral y de la guerra de todo el pueblo a partir de lo que se llama el Método Táctico de Resistencia Revolucionaria (MTRR) a partir del cual se reorganizó toda la estructura castrense y sus formas de lucha (Negrón Varela, 2018). Ciertamente, las tentativas de guerra e intervención también chocan con las experiencias de construcción del poder popular que tienen lugar en Venezuela, esas experiencias de control politicoterritorial del pueblo organizado en diversas formas y en torno a distintas necesidades y derechos y entre las que se destacan las comunas.
Dilemas del presente y futuro de Venezuela, desafíos para Nuestra América
Sobre Venezuela y su pueblo se han descargado en los últimos años, y agudizado en los últimos meses, las diferentes formas de intervención y desestabilización que abarcan las llamadas “guerras híbridas”. La asfixia económica y financiera, la desestabilización económica, el cerco mediático y diplomático, la promoción de la violencia interna y el magnicidio, la generación del caos con el ataque a los servicios esenciales, las presiones para una fractura institucional o para un golpe de estado, hasta las amenazas de la intervención militar externa. Hemos examinado estos procesos en las páginas anteriores, así como algunos de los modos que adoptan estas intervenciones en otros países y pueblos de Nuestra América; sobre Cuba, Colombia, Haití, entre otros. Este panorama muestra el carácter que asume hoy la ofensiva neoliberal e imperial que se despliega por toda la región y, en particular, sus dimensiones violentas, guerreristas y recolonizadoras así como sus objetivos de apropiación y control de los bienes comunes de la naturaleza. En este marco general, las disputas y tensiones que tienen hoy lugar en Venezuela condensan uno de los centros clave de esta ofensiva incluso por los efectos regionales que tendría la frustración y derrota de la experiencia bolivariana.
En los años ´30 el poeta peruano César Vallejo frente a la guerra civil en España pedía, tomando la referencia bíblica, que apartaran ese cáliz; hoy la defensa de una Latinoamérica de paz rechaza estos tambores militares; hemos analizado esta confrontación entre la guerra y la paz en el proceso venezolano en 2018 en nuestro Dossier N° 4 (ITIS, 2018); una contraposición intensificada hoy. En este sentido, en los días que concluye la escritura de estas líneas el presidente Maduro ha mantenido diálogos con el llamado Grupo Internacional de Contacto, participado en los intercambios con la oposición promovidos por el gobierno de Noruega e incluso anunciado la disposición y posibilidad de adelantar las elecciones parlamentarias. Frente a ello, el gobierno estadounidense ha profundizado el bloqueo económico prohibiendo todos los vuelos comerciales y de pasajeros entre EE.UU. y Venezuela y, violando la Convención de Viena, fuerzas de seguridad estadounidense ingresaron por la fuerza en la embajada venezolana en Washington. Difícilmente, alguien comprometido con los valores de la paz, la justicia y la emancipación puede permanecer indiferente o pasivo frente a esta contraposición y estas amenazas. Los hilos de un nuevo internacionalismo popular se tejen también en el compromiso con la definición de estos presentes y futuros nuestroamericanos.
Quienes escribieron y agradecimientos
Este dossier fue escrito en forma conjunta por las Oficinas de Buenos Aires y de São Paulo del Instituto Tricontinental de Investigación Social y contó además con la colaboración, entre otros, del Grupo de Pensamiento Crítico Colombiano del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Facultad de Ciencias Sociales, UBA; de Lautaro Rivara (sociólogo, miembro de la Brigada Dessalines en Haiti), de Ana Maldonado (socióloga, integrante del Frente Francisco de Miranda). Agradecemos a todxs ellxs y a lxs investigadorxs citados en el texto que contribuyeron con sus testimonios y trabajos.
Bibliografía sugerida para profundizar el tema
Boron, Atilio 2019 “Venezuela enfrenta una guerra de quinta generación”, entrevista en Caras y Caretas TV, 10 de mayo. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=3n9DZOUGuJc
Bruckmann, Mónica 2011 Recursos naturales y la geopolítica de la integración sudamericana. Disponible en https://cronicon.net/ paginas/Documentos/Libro-Bruckmann.pdf
Ceceña, Ana Esther 2019 “Amazônia é fundamental para hegemonia dos EUA na América Latina”. Entrevista realizada pelo Instituto Tricontinental de Pesquisa Social com Ceceña, 5 de mayo. Disponible en https://www.brasildefato.com.br/2019/05/09/anaesther-cecena-amazonia-e-fundamental-para-hegemonia-dos-euana-america-latina/
Ceceña, Ana Esther 2013 “La dominación de espectro completo sobre América”. Disponible en http://www.geopolitica.ws/media/ uploads/cecena_patria_con_mapas.pdf
Ceceña, Ana Esther y Barrios Rodriguez, David 2017 “Venezuela ¿invadida o cercada?”. Disponible en http://geopolitica.iiec.unam. mx/sites/default/files/2017-11/Venezuelainvadidaocercada.pdf
Chalmers, Camille 2015 “Haití siempre ha sido un mal ejemplo para determinados intereses”. Disponible en http://www.nodal. am/2015/06/camille-chalmers-economista-y-activista-haitianoexclusivo-para-nodal-haiti-siempre-ha-sido-un-mal-ejemplo-paradeterminados-intereses/
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