por Juan Manuel de Prada –
Sólo hay Iglesia allí donde hay verdadera sucesión apostólica y verdaderos
sacramentos (y no remedos paródicos protestantoides); de ahí que el histórico encuentro de Francisco y Cirilo en
Cuba sea –a diferencia de tantos festivales sincréticos y delicuescentes—un acto verdaderamente
ecuménico. Cualquier persona con inquietud religiosa sabe que Rusia está llamada a desempeñar un papel
importante en la realización de aquel desiderátum evangélico: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Y la mejor prueba del papel
medular que a Rusia corresponde en la restauración de una Iglesia universal (auténticamente ecuménica) la
hallamos en la aversión rezumante de espumarajos que toda persona poseída de odio teológico (lo mismo a
derecha e izquierda) profesa a Rusia; una aversión que los neocones disfrazan con la retórica añeja de la guerra
fría, mientras que los progres la envuelven en la bandera arco iris.
Desde que, allá por 1511, Filoteo identificase a Moscú como la Tercera Roma (y advirtiese que no habría una
cuarta) hasta que el 13 de julio de 1917 se reclamara en la Cueva de Iria la consagración de Rusia, son muchos
los indicios que nos invitan a contemplar con esperanza lo que en Rusia ha ocurrido tras la caída del comunismo.
En su obra Rusia y la Iglesia Universal, Vladimiro Solovief (a quien San Juan Pablo II se refiriera amorosamente
en su encíclica Fides et Ratio) lo escribía sin ambages: “El carácter profundamente religioso y monárquico del
pueblo ruso, ciertos hechos proféticos de su pasado, la masa enorme de su Imperio, la gran fuerza latente del
espíritu nacional en contraste con la pobreza y el vacío de su existencia actual, todo esto parece indicar que el
destino histórico de Rusia es suministrar a la Iglesia Universal el poder político necesario para salvar y regenerar
a Europa y al mundo”. Esta visión de Rusia como brazo secular de la Iglesia (al modo en que lo fue la Roma de
Constantino, el Imperio carolingio o la España de los Austrias) podrá parecer una quimera; pero resulta indudable
que en el celo con que –para rabia del pudridero apóstata europeo– Rusia guarda los tesoros de su Tradición
hay un signo de gozosa esperanza.
Desde que en 1054 el patriarca Miguel Cerulario fuese excomulgado por una cuestión teológica (el filioque) que
nunca fue establecida por ningún concilio ecuménico (aunque fuese incorporada al credo de Nicea en tiempos de
Carlomagno), han sido muchos los ultrajes que desde Occidente se han infligido a Rusia, a veces bendecidos
desde Roma (la invasión de la armada polaca en 1605), a veces promovidos por gobernantes apóstatas (la
vergonzosa Guerra de Crimea del XIX o las también vergonzosas sanciones económicas de hogaño). Y no han
sido pocos los agravios que la Iglesia ortodoxa ha infligido a los católicos orientales, a los que despectivamente
ha motejado de “uniatas”. Pero el resentimiento no puede seguir oscureciendo la voz de los Padres reconocidos
tanto por católicos como por ortodoxos (San Ireneo, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Cirilo y tantos
otros), que nos recuerdan que el apóstol Pedro vive en sus sucesores, y que no oyó en vano aquellas palabras:
“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Confirma a tus hermanos. Apacienta mis ovejas”.
Todo un mundo lleno de anhelos contempla con esperanza la nueva etapa que puede abrirse tras el encuentro
de Francisco y Cirilo; del mismo modo que todo un mundo lleno de odio teológico la contempla con horror y
aprensión. Quiera Dios que seamos pronto uno; y si es con consagración de Rusia, miel sobre hojuelas.
(ABC, 13 de febrero de 2016)
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