Luiz Felipe Viel Moreira – Revista Movimento Ed. 44 – marzo de 2023
Al igual que Argentina en la década de 1930, en Brasil también tenemos nuestra “Década Infame”, casi un siglo después: comenzó con la manipulación de los movimientos sociales en 2013, continuó con el golpe de Estado de 2016, y siguió hasta la reanudación de la “democracia”, con la victoria de Lula en 2022. ¿Cómo pudimos rodar cuesta abajo? Una mejor comprensión social de lo que sucede puede provenir del filósofo surcoreano Byung-Chul Han. Para él, en estos días, el mundo se vació de cosas y se llenó de información inquietante, como voces sin cuerpos. Las revoluciones tecnológicas en el paso de este siglo fueron el presagio de una etapa, heraldo de una cierta posmodernidad. Hoy, su impacto epistemológico nos aleja de la modernidad duramente ganada por las luchas sociales.
Con Internet y las redes sociales, la pérdida del monopolio de la información periodística alteró vertiginosamente nuestra realidad, y se ha impuesto la desinformación, a diferencia de un pasado no muy lejano en que, aun dentro del mundo empresarial capitalista, había una búsqueda de un consenso por la “verdad”. Ahora, sin embargo, bienvenidos al admirable nuevo mundo de las noticias falsas y su “posverdad” –no-cosas. Lo que surgió políticamente en cada esquina fue una dominación tecno-feudal con sus algoritmos. Y nos referimos a un nicho no demasiado grande de empresas, los grandes concentradores de riqueza del mundo, con fines claramente ideológicos. Al menos en Occidente, estamos dominados, como en la distopía de Orwell de 1984: simplemente no nos damos cuenta por el glamour consumista. Así, una derecha mundial, mejor que nadie, supo utilizar los medios digitales, sustituyendo la memoria y falsificando los acontecimientos. Todavía es posible recordar el escándalo político de las elecciones de 2018 en Brasil, o los métodos de manipulación utilizados en todo el mundo por Cambridge Analytica.
Desde la deposición de Zelaya en Honduras en 2009 hasta los hechos actuales en Perú, fueron varias las guerras no convencionales de Estados Unidos en América Latina: las llamadas revoluciones de color en todo el mundo. Durante los eventos del 8 de diciembre de 2023 en Brasilia, inmediatamente pensé en las Guerras Híbridas del analista político ruso Andrew Korybko (2019) y su enfoque adaptativo indirecto para los cambios de régimen –no más militares y tanques en la calle, verdad; por si acaso, me quedé con ambos pies detrás; dos semanas después, con la aparición de las quejas, la posición ahora tiene solo un pie; y probablemente terminaré nuevamente de acuerdo con el autor. Al final, las huellas dactilares del Gran Hermano del norte están en los acontecimientos políticos de la última década. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Dónde estaba nuestra memoria en esta historia de tan corta duración que condujo a cambios tan profundos?
En el sesquicentenario de la independencia de Brasil, en 1972, estaba con mi escuela, el Gimnasio Estatal Bezerra de Menezes del barrio de Tijuca, en Quinta da Boa Vista en Río de Janeiro, en el todavía exestado de Guanabara. Allí recibimos solemnemente los restos de Don Pedro I, que vinieron de Portugal. Mi memoria todavía sigue presente: esto sucedió en plena dictadura. Las grandes celebraciones son momentos importantes en cualquier sociedad, para pensar en el pasado y diseñar un futuro colectivo. Pero el “no bicentenario” de 2022 y su mistificación debe seguir desafiando nuestra memoria para repensar los acontecimientos, no como una mera reproducción del pasado, sino como una forma de habilitar espacios para nuevas preguntas que nos golpean nuevamente como sociedad. ¿Adónde vamos después de una década infame como la que tuvimos?
En 1992, España se vendió a sí misma como plenamente europea. Dirigió el Quinto Centenario de la llegada de Colón a América hacia una celebración concebida como monumento nacional. Allí, la memoria, la experiencia y el relato crítico del pasado colonial dieron paso a una historia rosa. Observando cómo fue pactada la redemocratización hispana pocos años antes, con su escasa crítica cultural, Eduardo Subirats (América o la memoria histórica, 1994) contextualizó las referencias que llevaron a esta forma de celebración. Para o autor, “el sombrío horizonte político de la dictadura católico-fascista parece haber desaparecido del pasado sin dejar huellas ni traumas en las memorias individuales y coletivas, y los mitos de la España negra, intransigente y autoritaria, los de la España de la fe y la crueldad, de cruzados y caballeros andantes, de la picaresca y los oscuros augurios, han sido también liquidados bajo el signo mágico de un simple olvido… Bajo el brillante oropel de los grandes y pequeños espectáculos del nuevo Estado cultural, de sus empresas simbólicas y los nuevos signos trascendentes de una sociedad secularizada en nombre de los mitos del consumo, reina el mismo escepticismo, análogos cuadros de pobreza social y mediocridad espiritual, la misma desintegración social, y muchos de los valores y formas de vida autoritarios y anacronismos que han distinguido la realidad y el concepto de la España eterna”. Al no haberse producido el juicio y el desmantelamiento de los escombros franquistas, el autor tampoco dejó de reflexionar sobre el precio político que se pagaría por ello en el futuro. Al cumplirse 30 años de esas conmemoraciones, el mañana ya llegó a esta España moderna, tan europeizada y de la OTAN hasta la médula, asistiendo al regreso de las fuerzas más retrógradas de su sociedad. ¿Cuánto puede verse América Latina en este espejo? Creemos que mucho, dada su herencia colonial y la percepción de la realidad actual. Tenemos un espejo cultural, como los vidrios pulidos enterrados de Carlos Fuentes (El espejo enterrado, 1997) que miran desde las Américas al Mediterráneo, y desde el Mediterráneo a las Américas. O El Espejo de Próspero, propuesto por Richard Morse (1982), que conecta de manera dialéctica Iberoamérica con Angloamérica. Pero es necesario forjar nuevos espejos que finalmente nos conecten con un mundo más amplio e inclusivo.
Estos vínculos atlánticos que nos han engendrado me traen dos experiencias significativas que marcaron mi memoria, separadas por décadas. En la primera prueba, cuando era joven, noté las entrañas del monstruo. En 1984, viajando de mochilero en ómnibus a través de la puna peruana, vi a un chico alemán darse la vuelta en el asiento en el que estaba y abofetear a una mujer india en la cara porque ella estaba tocando sus largos cabellos rubios. Silencio y asombro absoluto en el colectivo, incluso vergonzosamente de mi parte. La sociedad jerárquica llamada occidental fue naturalizada. En 2021 pude regresar por trabajo a Centroamérica, año en que se cumplieron los bicentenarios de las independencias locales. Prácticamente no hubo celebraciones de ninguna naturaleza, flotando la sensación de vacío, como un olvido premeditado: el discurso oficial culpó a la pandemia de coronavirus. Ahora construyo una narrativa más racional que me permite pensar mejor en la resignificación de estos eventos que están disparados y distantes en el tiempo, pero desde donde estamos: la periferia política de Occidente. Particularmente al abordar el caso reciente de Honduras, no dejo de pensar en nuestra propia memoria, después de 50 años de haber estado allí en el Palacio Imperial, esperando los huesos de Don Pedro I.
Desde 2019, las imágenes de caravanas de familias –o incluso adolescentes solos– saliendo de San Pedro Sula, en el norte de Honduras, rumbo a los Estados Unidos para trabajar, han recorrido el mundo. Gustavo Campos, autor del cuento El paseo (2014), nació en 1984, en esa misma ciudad. En la narración, el personaje principal es Hocquet, su alter ego, prácticamente su gemelo: periodista, residente en San Pedro Sula y con aspiraciones literarias. Hocquet, al tomar la decisión de escribir sobre la realidad local y nacional dominada por el narcotráfico, lo hace por un sentido práctico: conocimiento y material abundantes. Ocho veces asaltado: la primera vez, en 1992, cuando tenía 9 años. O en 2009, cuando el golpe de Estado, en una carga de la policía para asustarlo y que no siguiera documentando la represión del gobierno a quienes pedían el regreso del depuesto presidente Manuel Zelaya. Podría escribir sobre la década de 1980, cuando aún era pequeño. A una cuadra de su casa, en 1988, asesinaron a los profesores sindicalistas Miguel Ángel Pavón y Moisés Landaverde. O también cuando entraron a su casa en 1989 para llevarse los ejemplares de Cuando las tarántulas atacan, libro escrito por Longino Becerra en 1987 que su padre distribuía en librerías del norte del país. Pero el dilema era: si escribiera, ¿lo publicaría? Si publicara, ¿firmaría con su nombre? Así, otra opción sería tratar la historia de su ciudad y la famosa matanza de 1944, resultado de una manifestación política contra el dictador de turno en una avenida de la ciudad. Con un sesgo más reciente, podría abordar los incendios en las cárceles en 2003, 2004 y 2012, todos en gobiernos del Partido Nacional. O las masacres en ómnibus y canchas de fútbol perpetradas por grupos criminales, todas con muertes, muchas muertes. También podría reportar un día de su vida. En la descripción del camino entre su casa y la oficina, una imagen social de su ciudad: 32ºC a las 8 AM. Veredas abarrotadas de carpas, vendedores ambulantes, cambistas, enormes filas de personas en busca de trabajo –y hambre, mucha hambre. Al final, Hocquet decide guardar sus borradores y volver a la poesía.
La violencia y la pobreza son indicadores sociales comunes a los tres países que conforman el llamado Triángulo Norte: Honduras, El Salvador y Guatemala. Pero Honduras tiene las tasas más altas en ambos –violencia y pobreza–, siendo San Pedro Sula una de las ciudades más brutales del mundo. Allí tuvo lugar en 1944 la primera gran protesta contra el gobierno del general Cárias, dictador que permaneció en el poder hasta 1948. A partir de entonces comenzó una transición civil con una búsqueda de políticas económicas desarrollistas. Sin embargo, el Estado continuó siendo tutelado por las Fuerzas Armadas, que internamente aplicaron diligentemente los manuales estadounidenses con sus viejas y nuevas doctrinas de seguridad nacional. Al mismo tiempo, la institución fue la base de la contrarrevolución en toda la región. La represión de la huelga bananera, que comenzó en mayo de 1954, coincidió con el apoyo logístico al golpe de Estado de junio de ese mismo año que derrocó a la democracia guatemalteca. Medio siglo después, el miedo al “comunismo” y sus influencias volvió con el golpe de 2009 contra el presidente Zelaya del Partido Liberal, que había acercado el país al ALBA. Todo esto en “democracia” y con el respaldo yanqui. El período en que los militares gobernaron directamente el país comenzó con el golpe militar de 1963 y terminó en 1982, con la aprobación de una nueva constitución y el retorno del bipartidismo histórico representado por los partidos Liberal y Nacional. Las reformas sociales de los años 60 y 70 se habían llevado a cabo bajo el control de los cuarteles, silenciando las luchas sociales en el campo y en la ciudad a través de la represión. Y cuando se reanudó la democracia en 1982, las reformas requeridas por el nuevo orden mundial quedaron en manos de los civiles. Un compromiso asumido por sus élites civiles y militares con Estados Unidos, en un contexto de colonialismo dependiente que aún hoy sigue vigente. En ese momento, en Honduras se decía que quien daba las directrices era Negroponte, el embajador de Estados Unidos; quien las ejecutaba era el general Álvarez Martínez, jefe de las Fuerzas Armadas; y el presidente Suazo Córdova obedecía. El país conocido como “República Bananera” se convirtió en la “República del Pentágono”, base de apoyo de la guerra de baja intensidad de Estados Unidos en la región, principalmente contra los sandinistas de Nicaragua. En mayo de 1983 se inauguró el Centro Regional de Entrenamiento Militar (CREM) ubicado en Puerto Castillo, en el mismo lugar donde Colón celebró la primera misa en el continente americano. El CREM recibió a militares estadounidenses, quienes instruyeron a sus colegas salvadoreños y hondureños. Trabajo que luego fue retomado por militares israelíes, presentes también cuando las catástrofes naturales –los mejores embajadores. En abril de 1989, el no pago de la deuda externa llevó al FMI a negar más crédito al país, aprobando el gobierno medidas de ajuste fiscal al año siguiente. Con la caída del Muro de Berlín y la salida del poder de los sandinistas, en febrero de 1990, Tegucigalpa ya no contaba con los subsidios que recibía de Estados Unidos por su papel en la región –una carta fuera de juego. La “República del Pentágono” se convirtió en la “República Maquilera”. Una salida económica del sector secundario fue la instalación de Zonas de Proceso Industrial, básicamente en el sector de la confección, con ventajosas concesiones para su instalación dadas por el gobierno y con la garantía de la no aplicación del Código del Trabajo. La devaluación de la moneda propició el boom de estos emprendimientos a lo largo de la década de 1990. El Estado se redujo sustancialmente, las élites locales concentraron aún más la riqueza y el sector informal de la economía, a pesar de las maquilas, se convirtió cada vez más en la cara visible del mundo del trabajo. A finales de la década se presentó el mayor desastre climático de la historia nacional: el paso del huracán Mitch (1998). Con el Estado desbordado, la salida del país terminó acentuándose y pasó a ser una forma de supervivencia. Los grupos sociales que emigraron, afectados por los ajustes, terminaron convirtiéndose en un producto de exportación más de un Estado en crisis. A los viejos problemas estructurales de pobreza, desempleo y desigualdad, se sumaron la inseguridad sindical, el crimen organizado, las drogas y la corrupción estatal institucionalizada, entre otros, acentuados a partir de 2009. En abril de 1988, fue extraditado a Estados Unidos el conocido narcotraficante Ramón Matta Ballesteros. En marzo de 2021, Tony Hernández, excongresista y hermano del presidente Juan Orlando Hernández, fue condenado a cadena perpetua en Estados Unidos por las mismas razones. Así, una nueva violencia social se acentuó en el país, cobrando protagonismo las pandillas provenientes del contexto de delincuencia juvenil estadounidense, ámbito en el que se insertaron muchos migrantes. Cuando sus primeros líderes fueron deportados, todavía en la década de 1990, encontraron en Honduras, como en todo el Triángulo Norte, las condiciones ideales para repetir la experiencia y expandirse. Algunos se convirtieron en grandes organizaciones criminales y establecieron contacto con el narcotráfico. Los recuerdos más recientes de Gustavo Campos –y su alter ego Hocquet– tratan de esta realidad.
El país fue mirado retrospectivamente por otro narrador turbado y angustiado, ahora del cuento Corazón de volcán (2014) de José Manuel Torres Funes, también hondureño. El personaje de la historia llegaba del campo a la capital para hacer unos trámites y se detenía a dormir en casa de su tía abuela. Al final de un día en Tegucigalpa, mira la dura realidad social a través de la ventana de un taxi conducido por un joven indiferente, y se cuestiona sobre lo que había pasado con Honduras. ¿Por qué en algunas décadas la nación se había degradado tanto? ¿Qué podía hacer una persona como su tía abuela, que había construido con sus propias manos la casa donde se encontraba y que con más de noventa años seguía encontrando sentido a la vida? ¿Y ese chico de dieciséis años que la llevó en un taxi con la apatía de quien no espera nada? El personaje, al llegar a la ciudad esa mañana, había estado en el velatorio de otra anciana, exprofesora de matemáticas, que había formado generaciones de estudiantes, una de esas mujeres que también lograron construir la patria de forma incógnita.
Una élite colonial relativamente reciente tiene una percepción distinta de la dirección de la nación, expresada en un puñado de familias palestinas y judías no anónimas en Honduras: Atala, Faraj, Facussé, Larach, entre otras, a las que se suman los “primos” semíticos Rosenthal y Goldstein. Son los llamados “turcos”, inmigrantes que llegaron al país con algún capital al final de la Primera Guerra Mundial, controlan el 40% del PIB nacional y tejen los hilos de la política nacional con las tradicionales familias terratenientes de más antiguas raíces hispánicas. Están detrás de la destitución de Zelaya en 2009 y de la consecución y la expansión de transformaciones en el modelo económico que lograron acentuar los conflictos en una sociedad que ya era violenta y profundamente desigual. Como la brutalidad a la que se enfrenta la protagonista del cuento Margarita, ahora de Jessica Sánchez (2010): en una favela de la actual Tegucigalpa, Margarita, una líder comunitaria, se prepara para una protesta por la reciente aprobación de la Ley de Agua y Saneamiento. Espera que la manifestación llegue al Congreso, así como la ocupación de todas las entradas a la capital. Vuelve a recordar toda la inhumanidad policial reciente del período en que estuvo presa por su militancia política. Un pasado actual de la ciudadanía hondureña, que el poeta Rafael Heliodoro Valle, fallecido a mediados del siglo XX, supo resumir: “La historia de Honduras se puede escribir en una lágrima”. Pero la historia la cuenta un viejo amigo de Margarita, cuando aún eran militantes en movimientos sociales afines a la izquierda, pero que actualmente ya no tiene el compromiso de Margarita, a quien sigue admirando y apreciando. Porque, como él dice, lo que menos imaginaba era que la causa daría un giro: como una prenda hecha para llevar de un lado y, cuando menos te das cuenta, la llevas puesta al revés. Y al final te gusta y te quedas así. Pero embates como el de Margarita en la causa contra la descentralización estatal que estaba en el espíritu de la Ley de Agua y Saneamiento aprobada por el Congreso en 2003 aún continúan movilizando a sectores populares organizados en sus luchas contra la agenda de las élites locales. Una ciudadanía en pie y con grupos étnicos que se han empoderado a pesar de toda la represión. Después de 2009 se impulsaron leyes para privatizar la energía, la jubilación, la atención médica y la educación. Y con políticas que descartan la posibilidad de consultar a las comunidades que habitan los lugares donde se pretende realizar proyectos mineros e hidroeléctricos, generalmente zonas con población indígena y afrodescendiente. En estos enfrentamientos fue asesinada en 2016 Berta Cáceres, máxima dirigente del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), quien desde 2013 encabezaba una campaña para detener un proyecto hidroeléctrico en terrenos de los pueblos originarios lencas. En 2020 desaparecieron cinco líderes garífunas, miembros de la Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH). Dos delitos que, por la repercusión internacional, lograron llevar a la acusación de pequeños operadores, pero estuvieron lejos de alcanzar a los grandes intereses económicos y sus autores intelectuales. En 2014, la revista Forbes ubicó al hondureño Mohamad Yusuf Amdani Bai como el cuarto empresario más rico de Centroamérica. De origen paquistaní, llegó al país en 1990, siendo muy cercano al presidente Juan Orlando Hernández. En marzo de 2021 un avión privado con empleados pertenecientes a la empresa del millonario fue detenido en el aeropuerto de Campeche (México), cuando se dirigía a San Pedro Sula, ya que llevaba escondidas vacunas Sputnik que luego se descubrió que eran falsas. El caso fue silenciado rápidamente.
El país tiene un pasado y un presente que impulsó a otro poeta más contemporáneo, Roberto Sosa (1930-2011), a actualizar la frase de su colega: “La historia de Honduras se puede escribir en fusil, sobre una bala, o mejor, dentro de una gota de sangre”. Al final de un día pasado en Tegucigalpa, las angustias de la sobrina nieta no dejan mucho lugar al optimismo por el futuro de la nación, a pesar de toda la combatividad de Margarita. Y tampoco hay entusiasmo por los festejos del bicentenario de la independencia. Así, mientras unos se concentran en el exilio interno entre las profundidades del complejo tejido social local de Honduras, otros se exilian en el exterior, más allá de las olas del mar. Este no es el caso del expresidente Hernández. Habiendo perdido las elecciones en 2021 ante Xiomara Castro –esposa del expresidente Zelaya– en abril de 2022 parte rumbo a Estados Unidos escoltado por agentes de la DEA, camino a ser juzgado por narcotráfico –otra vez para el imperio, una nueva carta fuera del juego.
¿Cómo no ver a Brasil hoy, nuestra sociedad y sus instituciones, mirando a Honduras? Y hasta el Perú y su racismo, ahora expresado en la bofetada a la mayoría de la población que eligió para la presidencia a Pedro Castillo, recientemente depuesto por un golpe de Estado –un auténtico e inaceptable cholo para sus élites nacionales.
¿Qué pasó con nuestro bicentenario y qué será de la dura realidad que nos espera? En el barco en que América Latina ha navegado siempre, sin horizonte de puerto seguro, durante mucho tiempo nuestro único papel fue tirar el agua para fuera. Pero podemos y debemos construir otros espejos que irradien nuevas direcciones. Solo así podremos sentirnos constructores de un mundo más justo y multipolar –el gran juego geopolítico del ajedrez mundial que ya ha comenzado. Pero para eso necesitamos resistencia popular, como vemos hoy en Perú, y más Hoquets y Margaritas.
Luiz Felipe Viel Moreira es profesor y doctor en el programa de Posgraduación en Letras de la Universidad Estadual de Maringá.
Fonte: https://revistamovimiento.com/n-44-marzo-2023/
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