por Timoleón Jiménez, en FARC-EP
Es claro que la oligarquía aspira a convertir el fin de la confrontación armada en el escenario ideal para la entronización absoluta del neoliberalismo.
Zbignenw Brzezinski, ex consejero de seguridad nacional del Presidente Jimmy Carter, calificado como uno de los más duros halcones de Washington en su interés por imponer y defender la hegemonía global de los Estados Unidos sobre cualquier otra consideración, profesor de política exterior estadounidense en la Escuela Superior de Estudios Superiores Avanzados, es un erudito en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad John Hopkins, además de ejercer como miembro de varias juntas y consejos relacionados con la estrategia de dominación mundial. Por tanto no debe tratarse de un charlatán cuyos planteamientos puedan ser minimizados, por más que nos disgusten.
A continuación unos breves extractos de su obra El Tablero Mundial, publicada a fines de siglo XX:
A medida que la imitación de los modos de actuar estadounidenses se van extendiendo en el mundo, se crean unas condiciones más apropiadas para el ejercicio de la hegemonía indirecta y aparentemente consensual de los Estados Unidos. Igual ocurre en el sistema doméstico estadounidense, esa hegemonía involucra una compleja estructura de instituciones y procedimientos interrelacionados que han sido diseñados para generar un consenso y para oscurecer las asimetrías en términos de poder e influencia. Por lo tanto, la supremacía global estadounidense está apuntalada por un elaborado sistema de alianzas y de coaliciones que atraviesan –literalmente- el globo.
La Alianza Atlántica, encarnada institucionalmente en la OTAN, vincula a América a los Estados más influyentes de Europa, haciendo de los Estados Unidos un participante clave incluso en los asuntos intraeuropeos. Los vínculos políticos y militares con Japón ligan a la más poderosa economía asiática a los Estados Unidos, siendo Japón (al menos por ahora) básicamente un protectorado estadounidense. Los Estados Unidos participan también en las nacientes organizaciones multilaterales transpacíficas como el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), lo que hace de ellos un participante clave en los asuntos de la región. El continente americano suele estar protegido de las influencias exteriores, lo que permite que los Estados Unidos desempeñen el papel central en las organizaciones multilaterales existentes. Los acuerdos especiales sobre seguridad en el golfo Pérsico, especialmente después de la breve misión punitiva contra Irak, han convertido a esa región –vital desde el punto de vista económico- en un coto vedado militar estadounidense. Incluso el espacio ex soviético está penetrado por diversos acuerdos patrocinados por los Estados Unidos para una cooperación más estrecha con la OTAN, tales como la Asociación para la Paz.
Además, también debe incluirse como parte del sistema estadounidense la red global de organizaciones especializadas, particularmente las instituciones financieras “internacionales”. El Fondo Monetario (FMI) y el Banco Mundial se consideran representantes de los intereses “globales” y de circunscripción global. En realidad, empero, son instituciones fuertemente dominadas por los Estados Unidos y sus orígenes se remontan a iniciativas estadounidenses, particularmente la conferencia de Bretton Woods de 1944.
A diferencia de lo que ocurría con los imperios anteriores, este vasto y complejo sistema global no es una pirámide jerárquica. Los Estados Unidos están situados más bien en el centro de un universo interconectado, un universo en el que el poder se ejerce a través de la negociación constante, del diálogo, de la difusión y de la búsqueda del consenso formal, pese a que el poder, en el fondo, se origine en una única fuente: en Washington D.C. Y es allí donde debe jugarse el juego del poder, y jugarse según las reglas estadounidenses.
Pese a la en apariencia compleja terminología académica, es evidente que el señor Brzezinski expone sin el menor pudor una situación objetiva, que en su parecer obedece de manera exclusiva a las virtudes naturales de los Estados Unidos, destinados por su supremacía económica, militar, tecnológica y cultural a ser los guardianes del mundo moderno, imponiendo su voluntad de uno u otro modo a cualquier otro poder que intente obrar de manera distinta o autónoma.
Lo anterior viene a cuento a raíz de las declaraciones del Presidente colombiano Juan Manuel Santos, con las cuales celebró el anuncio del inicio de las conversaciones con la OTAN a objeto de celebrar un tratado que permita el intercambio de información, a la vez que incrementar la lucha contra el crimen transnacional, el terrorismo y el narcotráfico. Supuestamente todos los colombianos deberíamos emocionarnos con la noticia, pero la verdad no vemos por qué.
Lo que salta a la vista con la declaración presidencial es que nuestro país da otro paso atrás en materia de soberanía e independencia. Ya en tiempos de su ministerio de defensa, de ingrata recordación, fue el Presidente Uribe quien vivó emocionado con el acuerdo que permitía la operación de siete bases norteamericanas en nuestro territorio. Si la Corte Constitucional tuvo a bien tumbar semejante esperpento, ahora se trata de abrir de nuevo otro espacio a la intervención directa del poder global y a la sumisión a él de las fuerzas armadas nacionales.
La OTAN no ha sido nada distinto al aparato de dominación europea de los Estados Unidos, algo semejante a lo que pretendió esa nación con la creación de la OEA en el continente americano. Si bien esta última no contó con la estructura militar de aquella, seguramente como consecuencia de su carácter abiertamente intervencionista y pro norteamericano, sí contó con otras formas de acuerdo, como el TIAR, y de cooperación militar, que aseguraron la sujeción de nuestros países a la voluntad de Washington, indignamente aplaudida por las oligarquías nacionales, que como en el caso de Colombia aplaudieron estúpidamente el envío de miles de nuestros soldados a morir en Corea, en una guerra que nada tenía que ver con nosotros, pero de donde se trajeron las prácticas de contrainsurgencia y terror que tanta sangre hicieron derramar en nuestra historia reciente.
El siglo XXI ha traído realidades que los Estados Unidos, pese a toda su arrogancia y brutalidad, no consiguieron evitar. La extinta Unión Soviética, que muy rápido se encargaron de despresar los estrategas norteamericanos a objeto de evitar la reedición de alguna alianza rusa con sus antiguos aliados, lentamente se ve reemplazada por Rusia, que en la era de Putin se negó a ser un peón más de los intereses de las trasnacionales estadounidenses, consiguiendo una sobrevivencia económica en alza y una reedición de su poderío militar. Eso al tiempo que China comienza a disputar a Norteamérica el primer lugar en la economía mundial, mientras que en los campos de la ciencia y la tecnología avanza a pasos agigantados. Se puede tener la certeza, y eso lo corrobora el señor Brzezinski en el libro comentado, que ninguno de los conflictos de importancia en el mundo actual es ajeno a la lucha de los Estados Unidos por impedir un cambio en su hegemonía.
En América Latina y el Caribe también hubo sorpresas. Chávez, Lula, Kirchner, Evo, Correa, Ortega, los Castro, con independencia de sus avances y retrocesos, se encargaron de probar que los tiempos de la abyección de los gobiernos de sus países a la Casa Blanca eran cosa del pasado. La OEA perdió su influencia continental, a la par que surgieron mecanismos alejados de Washington como UNASUR, la CELAC, el ALBA. El contragolpe del poder estadounidense estaba cantado. Y ha tomado cuerpo en los golpes, desestabilizaciones o giros a la derecha llevados a cabo en Honduras, Paraguay, Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador y Bolivia. Nada está definido, la lucha sigue, la situación es compleja, pero también es cierto que resulta apresurado cantar victoria.
En Colombia la lucha adoptó el pulso de la solución política, obtenida tras una larga lucha de seis años de discusiones en La Habana. Pero es claro que la oligarquía aspira a convertir el fin de la confrontación armada en el escenario ideal para la entronización absoluta del neoliberalismo, la entrega del Estado y de nuestras riquezas naturales al gran capital financiero transnacional y nacional, incluida la mano de obra colombiana, para lo cual requerirá del empleo de un aparato militar y policial de enorme significación, el cual juzga relegitimado con los Acuerdos de La Habana. Por su parte las FARC aspiramos a convertirnos en el gran detonante de la lucha y la movilización popular contra los designios del gran capital y el poder hegemónico.
Entonces adquiere todo su sentido el esfuerzo de la clase dominante colombiana por vincular de manera directa la intervención de poderes extranjeros en Colombia. La excusa de la lucha contra el terrorismo, el crimen internacional y el narcotráfico toma simplemente el lugar que antes ocupó la seguridad nacional contra la expansión comunista. La OTAN ha mostrado lo que es realmente en sus intervenciones en Afganistán, Yugoeslavia, Libia, Irak, y ahora en Siria. Son sus tropas las que tienden el muro y las alambradas para impedir a los súper explotados pueblos de África buscarse un destino mejor en Europa. Son ellas las que quieren conducir las tropas colombianas a combatir en lejanos lugares del mundo, para asegurar las ganancias de los grandes consorcios internacionales que deciden las ocupaciones militares de otras naciones con cualquier pretexto.
Y son ellas las que en el lenguaje de la cooperación tendrán cada vez más poder de injerencia en los asuntos nacionales y nuestro americanos. El afán por las asegurar la presencia de bases norteamericanas en el país, o de permitir en nuestro territorio la actuación de la OTAN a cualquier título, a más de garantizar un modelo económico criminal que se muestra indolente ante el genocidio wayuu mientras porfía por desviar ríos para la jugosa extracción del carbón, también apunta a jugar su papel en el tablero continental. La oligarquía colombiana ha dado suficientes muestras de animadversión ante la experiencia de la revolución bolivariana en Venezuela, la revolución ciudadana en Ecuador y la resistencia indígena boliviana, como para negarse a hacer parte de un proyecto transnacional por echarlas abajo. En definitiva hay fuerzas que luchamos por poner fin al mundo desigual e injusto en que habitamos, pero lo hacemos contra poderes muy ricos que se alimentan del empobrecimiento y la miseria de miles de millones de seres humanos. La lucha será larga y difícil, pero no tenemos la menor duda de que un día venceremos.
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